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divendres, 22 d’octubre del 2010

MAGDALENA SERRA: CAPÍTULO PRIMERO (CÓMO CONOCÍ A JOJO)


MAGDALENA SERRA






CAPÍTULO PRIMERO:
CÓMO CONOCÍ A JOJO







Me llamo Magdalena Serra, soy de Perpignan, ciudad catalana del Sur de Francia, digamos de la Catalunya Nord, resido desde hace años en Paris, y les contaré la historia de mi vida.
Tengo una manera bien peculiar de ver la vida, y a la vez muy normal. No soy ninguna tía extraña.
Mis señas personales son: morena, alta, delgada, cabello largo, muy atractiva, ojos azules, gafas, elegante y moderna a la vez en el vestir.
Mi historia comienza una mañana en París, cualquiera. Yo estaba en un “bistrot” parisino cualquiera de la Rive Gauche, sentada en una mesa con mis amigos Anaïs y Charles. Acababa de llegar yo y ya los veía como casi siempre: acaramelados y besándose.
Yo hacía tiempo que no tenía pareja, y eso ya me daba un gran complejo de inferioridad, unido a una envidia, no sé si sana o enfermiza, cuando veía a otra pareja montándoselo.
Retrocederé un poquillo antes, cuando entraba en el “bistrot”...
Al fondo, ellos estaban sentados, medio abrazados, en una actitud del todo amorosa, con un brazo de él encima del hombro de ella, haciendo ella lo mismo con un brazo suyo. Y no reparaban en mi presencia, ya que ellos estaban en su rollo, o sea, beso así, beso asá. Hasta que yo me acerqué y dije:
--¡Hola! ¿Vosotros aún habláis de vuestros amos? ¿Qué es lo que pasa?
Ambos dejaron los besos, y me contestó Charles:
--Buf, mi amo es un botarate. Quiere que yo trabaje más horas, porque él necesita más personal, pero cobrando el mismo sueldo.
Anaïs, seria, dijo:
--Sí, y yo también.
Mientras yo me miraba fijamente la carta del “bistrot”, para ver qué podía comer, quería darles un consejo:
--Hum, ¿por que no hacéis vosotros el amor y así os quedáis todos tranquilos? Mi jefe es también un “cap de cony”, como se dice coloquialmente en mi tierra, pero nadie es perfecto, y... y...
Anaïs, que mientras había encendido un cigarrillo (aún no se había hecho la nueva Ley antitabaco), se sorprendió, a pesar de que vi su expresión tranquila, para contestarme:
--¿Qué dices ahora? ¿Hacer el amor con mis dolores de cabeza? ¿Pero qué piensas tú?
Yo también me sorprendí, en este caso de su respuesta, como si se hubiese ofendido. Como soy muy tranquila, conseguí sólo hacer una expresión de sorpresa con mis ojos, mis ojos azules grandes, que se abrieron mucho, pero sólo un instante. No sé si Anaïs notó eso, pues no comentó ni dijo nada de nada.
Pero conseguí conservar la tranquilidad y contesté:
--Yo bromeaba, Anaïs. Bien, ¿qué pensáis hacer?
Anaïs no entendía nada.
--¿Como que “qué pensamos hacer”?
Intenté explicar todo eso de la manera más clara que podía:
--No, yo digo que vosotros no debéis agobiaros. La vida es dura, y el trabajo también. ¿Habíais pensado que todo eso era fácil? No, no lo es.
--Magda, no queremos un sermón de tu parte –contestó Charles.
Ahora intenté justificar todo aquello que decía.
--¿Qué sermón? ¡Yo hablo muy seriamente, Charles! Quiero daros un consejo, y si queréis, podáis aceptarlo.
Ambos, siempre bien abrazaditos, me miraban serios, sobre todo Anaïs. Charles volvió a hablar:
--Muy bien, pero ahora, ¿porque no nos hablas de ti, para variar?
De golpe y porrazo, me siento insegura. Quizás sea la inseguridad acumulada por mí, pero la única cosa que se me vino a la cabeza fue levantarme, coger el bolso de mano, ponérmelo al hombro y despedirme de ellos.
--Er... –dije— No, mi vida, creo que no es importante. Tengo problemas, lo mismo que vosotros. Pero quiero hablar al respecto mañana, ¿de acuerdo? Ahora me voy al trabajo.
Y me fui al trabajo. Antes de estallar, de manera figurada, claro está, por ver a mis queridos Anaïs y Charles demasiado acaramelados, mientras yo no tengo pareja.
Mis compañeras de trabajo decían que parecía que salía humo de mi lugar donde está mi mesa. Podría ser en sentido figurado, claro está, pero era yo la que sacaba humo por la cabeza. Y no sé si era en sentido figurado o literal, pero tenía una angustia encima que ya me devoraba viva.
Intentaba tranquilizarme, claro, obsesionarme en mi trabajo, pero mis pensamientos, bien frecuentes desde que era pequeña, me menguaban cada vez mes mi autoestima. Estaba alterada.
Sí, alterada por que otros tienen suerte... y yo, no.
Acabo entonces pensando que Charles y Anaïs sòn muy felices como pareja, y yo, nada. ¿Cuando fue la última vez que follé con alguien? Tal vez cuando el general De Gaulle estaba aún en la guardería.
Tal vez yo tengo celos. Cuando alguien no tiene pareja, piensa todo eso.
Pienso todo eso mientras intento trabajar y miro bien fijamente el lápiz.
Pero lo dejo caer sobre la mesa, con un movimiento suave y rápido a la vez de la mano, y acabo pensando que será mejor olvidarlo. Es estúpido obsesionarse con estas chorradas.
Es algo así como el instinto de supervivencia, que te ayuda a superar los obstáculos e incluso los golpes fuertes de la vida. Los peores son las muertes de algún ser amado, pero aquel no era el momento por la depresión que tienes por una pérdida tan grave. No, no se había muerto nadie, nadie había expirado en aquel momento, sólo que sentía que la muerta era yo misma, muerta y con pocas ilusiones por la vida.
Continué como podía el trabajo, y pasó un par de días. Entonces yo estaba en un bar, muy animado y lleno a rebosar de chicos y chicas jóvenes y de mi edad.
Me senté al lado de la barra y vi a mi derecha a un chico bien plantado, guapo de verdad y con un aire sensible que me gustaba mucho. Tenía los ojos azules como yo, pero con cabello castaño claro (yo, cabello pardo) y aspecto inteligente. Decidí charlar con él, claro.
Le pregunté por el nombre. Yo dije después:
--“Jojo”. ¿Que te llamas así?
Él, todo tranquilo, contestó:
--No, yo me digo Joseph, o Josep. Soy del Rosellón.
Yo abrí los ojos mucho, y pensé:
“¡Del Rosellón, como yo! Ya había reconocido su acento”.
Yo estaba muy contenta por aquel descubrimiento. Y yo estaba loca por aquel chico tan guapo, encantador y atractivo, con el cual quería abrazarme apasionadamente y darle besos.
--¡Pues yo también soy de ahí! –contesté--. Mi apellido es Serra.
--Y el mío, Malgrat –contestó él, con una voz suave de terciopelo.
Yo no soy la típica mujer romántica, a pesar de que nosotros nos hemos enamorado, pero con otro estilo. Yo soy como Séneca, un tío escéptico, que en el Imperio Romano había que mirar de tener cuidado con todo, o sea, con los hombres, con los leones del circo... Bien, hoy no hay leones por la calle , sólo los tíos.
Dimos un paseo por las calles parisinas, en medio del frío que había, no demasiado pero que se notaba ciertamente. El invierno parisino, que aún no había al punto más álgido.
Después, en mi casa, hicimos eso… sí, eso, lo que se hace en la cama, con la persona que amas apasionadamente.
Hicimos el amor. Jojo fuma un cigarrillo. Yo no fumo, no me gusta ni un ápice.
Mientras colocábamos las colchas adecuadamente, después de haber hecho el amor con las colchas fuera porque mi cuerpo desnudo y su cuerpo también desnudo tuvieran libertad de movimientos absoluta, decidí hablar, aunque quise bromear. Dije:
--Bien, hablemos de cosas de verdad importantes.
Jojo no pilló el chiste. Se quedó algo sorprendido y me dijo:
--¿Importantes? ¿Qué puede haber más importante que esto?
Yo reaccioné algo enfadada, creo que fue eso, a pesar de que no levanté mucho la voz. Dije:
--¡Tontaina, bromeo! ¿Es que te lo crees todo tú?
Jojo contestó, bien tranquilo:
--No, Magdalena, es que parecía que yo follo muy mal, y tú me quieres hablar como si eso no tuviera ninguna importancia.
Acepté aquella respuesta muy bien.
Al día siguiente, yo estaba nuevamente en la oficina, charlando con Georgette, mi mejor amiga. Ella era una chica alta, pelirroja y ojos azules…
--Entonces, ¿es simpático, el tío? –preguntó la Georgette.
--Oh, sí –contesté yo—. Y muy sensible. Respeta mucho a las mujeres, y me ayudó a lavar los platos.
--¡Vaya! Eso no lo hará nunca mi chico –dijo Georgette, casi con aire de resignación.
Más tarde, cuando acabé mi trabajo, fui hacia un parque. Me senté en una banco. Comencé a leer el diario, sin ninguna prisa, feliz y contenta, por haberme quitado un peso de encima. Un peso que no me dejaba vivir. Un peso que me dolía. Un peso...
Miré el reloj de pulsera. Y comenté para mí misma, con ironía:
--...Son las dos y veinte. Ello quiere decir que estoy con él desde... huuuum... quince horas y treinta y dos minutos.
Me levanté del banco del parque, y mientras el viento del invierno parisino hacía volar las hojas, yo continuaba con mi expresión de felicidad y pensaba:
--Con suerte, podré batir, mi récord. ¿Cual récord? Nunca he estado con un chico más de cuatro días. ¡Espero llegar a tres años!